"Soy enemigo de mí y soy amigo de lo que he soñado que soy".
Anteayer, mientras iba completando el recorrido del subte D, desde Congreso a Catedral, leía la página setenta y seis de mi edición de “El mundo sumergido”, de J. G. Ballard.
Sentado en el longilíneo asiento lateral del anteúltimo vagón, masticaba las hileras de texto encerradas dentro de las deterioradas y amarillentas hojas de un libro más viejo que yo. Una edición de treinta y cuatro años.
Aunque estaba sumido en la lectura, revisaba -con ráfagas de vista- el reflujo de gente que se desataba en cada estación.
Dificultosa tarea la de liberar palabras a tan tempranas horas del día. Pero así y todo, los espesos párrafos de la novela se prendían al consciente con suavidad y raramente originaban esa sensación de haber perdido el control de la lectura.
Uno de los pasajes del libro se presentó con luminiscencia propia. Como si fuese la lumbre al servicio de la compresión.
Recordó a las iguanas que habían gritado y embestido en la escalinata del museo. Así como ya no era válida la distinción entre contenidos latentes y manifiestos del sueño, del mismo modo nada dividía ahora lo real de lo sobrerreal en el mundo exterior. Los fantasmas se deslizaban imperceptiblemente de la pesadilla a la realidad y otra vez a la pesadilla, y los paisajes terrestres y psíquicos eran indistintos, como lo habían sido en Hiroshima y en Auschwitz, en el Gólgota y en Gomorra.
[…]
-Es raro, pero mientras miraba esa cúpula me pareció volver a la infancia. Para decir la verdad, la había olvidado bastante. A mis años no hay más que recuerdos de recuerdos.
Quién sabe, pues, qué fantasmas se nos escapan o se escurren en los sueños. Qué recuerdos no son sólo recuerdos de recuerdos de recuerdos.
Llegado el caso, Marión es mi recuerdo de Marión.