"Soy enemigo de mí y soy amigo de lo que he soñado que soy".
La persona está parada frente a la mesa renga y tiene en su mano un martillo. La mesa sostiene una guitarra, un vaso donde dos hielos licuan el corolario, un lápiz, una birome, dos ceniceros ocupados, un sobre lleno de fotos, un tupido llavero con algunas llaves que no abren ninguna puerta, un florero vacío, tres camisas con perfume y olor a tabaco, un cuaderno de partituras más escrito en las últimas hojas, unos lentes sin uso, varios auriculares rotos, dos púas Fender –medium y heavy-, seis pares de palos para batería, un manual de electrónica, un telescopio oxidado, más de diez libros sin terminar, una agenda telefónica en desuso, varios regalos que está por hacer, un chicote de pesca mal armado, cuatro cassettes de noventa minutos sin rotular, una bufanda que antes era azul y ahora gris, un caracol, muchas hojas escritas, ocho tarjetas de felicitaciones, dos guantes de cuero quemados con cigarrillo, una campera militar, tres portarretratos vacíos, dos con foto, un poco de tierra y un reloj bastante ruidoso.
Una pata de la mesa está torcida, todo se inclina hacia su lado. La persona endereza la pata y ubica un clavo sobre la tabla. Alza el martillo y practica un golpe. Practica otro y después otro, y otro más. No falla el martillo, ni el clavo es muy débil, pero todo en la mesa se sacude y desordena de otras formas, y algunas cosas se desploman y otras se vuelcan y otras se rompen, y las menos afortunadas caen al piso. En unos instantes posiblemente la mesa quede derribada. No es culpa del clavo, tampoco el martillo. Quizá el desacierto o la inexperiencia.